El origen de las atribuciones del arquitecto

Extracto del libro El ideal clásico en la Arquitectura Canaria (1989).
Por Francisco Galante Gómez

La luz del sol proyectada sobre la cúpula del Panteón de Roma. Foto: David Tonkin

En unos tiempos en que en nuestro país se cuestiona la razón y el papel del arquitecto como técnico que interviene en el sector de la construcción y, especialmente, en la realización de edificios, parece oportuno entender de donde vienen sus atribuciones profesionales, tal y como las ha venido ejerciendo a lo largo de los dos últimos siglos.

Y nada mejor para ello que recurrir a un magnífico trabajo realizado por el profesor de  historia del arte de la Universidad de La Laguna, Francisco Galante. En él se hace una explicación sobre el origen de la titulación de arquitecto en España y sobre las responsabilidades técnicas legalmente otorgadas al mismo a partir de su aplicación en la arquitectura desarrollada en las islas Canarias durante el siglo XIX.


Orígenes de la formación del arquitecto y sus atribuciones profesionales

Extracto del libro El ideal clásico en la Arquitectura Canaria (1989). Por Francisco Galante Gómez

En el siglo XIX, el clasicismo fue un símbolo de promoción social y un importante instrumento de racionalización técnica que estaba al servicio de la burguesía y de los poderes absolutos.

En el seno de una cultura eminentemente burguesa, secularizadora, los nuevos ideales de virtud y patriotismo constituyeron los cimientos de una cultura artística que en el ámbito arquitectónico descansaba en un ambiciosos programa tipológico. La correspondencia entre exigencias sociales y formas constructivas (teatros públicos, mercados, centros de recreo…) inscritas en un remodelado marco urbano, definen la esencia de las manifestaciones arquitectónicas clasicistas que se desarrollan durante el siglo XIX.

Arquitectura y ciudad se idearon entonces como un proyecto común. El arquitecto, por tanto, necesitaba de una mayor especialización técnica, y por su labro social, se convirtió en un funcionario de la Administración Pública. Por este motivo, el Gobierno, a través de cédulas y reales órdenes, estableció una reglamentación profesional que amparaba todos sus derechos y competencias.

El nuevo mecenas será el ciudadano burgués (una burguesía terrateniente que se trasladó del campo a la ciudad) o el aristócrata aburguesado que también detentaba prestigio social. Entre ambos, arquitecto y propietario burgués, se produce una estrecha relación. Y en ocasiones, era el propio artista el que pertenecía a aquella clase social y, disfrutando de esta posición, participó en diversos temas cívicos recibiendo, además, frecuentes encargos de familias poderosas.

Dibujo del edificio de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Diego de Villanueva. Madrid 1773

En España, surge entonces la Academia de Bellas Artes de San Fernando, una institución que empieza a otorgar las titulaciones habilitantes para el ejercicio de la arquitectura y el urbanismo en su más alta expresión. La Academia reguló la reglamentación profesional. Era el organismo que tenía plenos poderes para otorgar el título de arquitecto. Además, siempre tuvo la protección de la Monarquía e incluso estuvo al servicio de sus intereses políticos. Esta vinculación con la Administración se tradujo, en una de sus vertientes, en la emisión de reales Ordenes que deslindan las funciones y derechos de los facultativos.

Las atribuciones del arquitecto eran muy diversas y fueron oscilando a medida que se promulgaban las leyes. Durante el reinado de Carlos III (en aquellas ciudades bajo el control de la Academia era muy enérgico, por ejemplo, Madrid) tenían el derecho de proyectar y dirigir la construcción de edificios públicos y monumentales, y redactar para éstos, los presupuestos y pliegos de las condiciones facultativas y económicas, mientras que para los edificios particulares su intervención era opcional ya que en ocasiones solo elaboraban el proyecto. En estos casos, las obras podía ser dirigidas por otros facultativos.

En el siglo XIX aparecen las figuras del arquitecto municipal, provincial y diocesano, precisándose sus competencias y las de los maestros de obras. El Gobierno tuvo entonces la potestad de designar para diversas ciudades y poblaciones a los técnicos que considerara necesarios. De esta manera, se convirtieron en funcionarios de la Administración desempeñando nuevos y amplios temas (seguridad urbana, salubridad pública, cuidar el decoro y la moralidad de los ciudadanos…) que fueron contemplados en las Ordenanzas Municipales.

Frontispicio del Cours d’Architecture de François Blondel. 1777

La formación teórica de los arquitectos estuvo ligada a los ideales clasicistas impuestos por la Academia. Se asimilaban los nuevos tratados (como el de Jean Françóis Blondel, De la Distribution des Masons de Plaisance et de la Decoration des Edifices  en général de 1737), aunque se consideraban fundamentales las fuentes del renacimiento, en especial las de Vitrubio, Serlio, Vignola y palladio. En general, se aconsejaba que un buen arquitecto “…debe ser muy generalmente acompañado de las prendas necesarias para el conocimiento de todas las materias concernientes a la arquitectura…”, además se recomendaba el estudio de la filosofía, las matemáticas, dibujo, medicina y música “que es consonancia y organización de las cosas” según señala Teodoro Ardemans en  Las Ordenanzas de Madrid, y otras diferentes que se practican en las ciudades de Toledo y Sevilla.

En esos años desempeñaban las tareas de construcción muchas personas que carecían de la titulación académica que se quería imponer. Algunos tenían una formación desigual pero poseían grandes cualidades para el diseño artístico o tenían conocimientos técnicos basados en la práctica. Se inspiraban en ejemplos anteriores o recurrían a esos tratados y fuentes de referencia que reproducían modelos franceses principalmente y, en cualquier caso, las ilustraciones de estampas o libros constituyeron las fuentes más importantes de inspiración para los edificios de carácter monumental hechos en diversas partes del territorio español.

Las competencias asignadas a los arquitectos municipales fueron ajustadas en decretos y órdenes que les facultaban para el ejercicio de la arquitectura. A lo largo del siglo XIX, estas disposiciones les habilitaban para diversas materias; así, por ejemplo, la real Orden de 25 de noviembre de 1846 autorizaba a los arquitectos municipales la dirección de las obras de los presidios correccionales.

En las obras de carácter civil, poseían amplios derechos que fueron expresados en varios decretos (como el R.D. 22 de Julio de 1864), mientras que en las obras particulares podían libremente trazar los proyectos, aunque los maestros de obras también estaban facultados para su construcción, siempre que éstos acataran los planos elaborados por el arquitecto; de este modo sólo “el interés de los particulares es, pues, quien ha de regular, quien ha de determinar en cada caso o no del profesor de arquitectura en la construcción de sus edificios, cuando no hayan de destinarse a usos públicos”.

Manuel de Oraá y Archocha. El primer arquitecto que trabajó en Canarias titulado por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Foto de M. de Herbert (c. 1860)

Estas cuestiones debían estar reflejadas en las disposiciones de las Ordenanzas Municipales. Así en las redactadas por Manuel de Oraá en 1852 para la provincia de Santa Cruz de Tenerife, decían que “Estos planos (construcciones particulares) y alzados se presentarán con la oportuna solicitud al Alcalde; quien previo informe del Arquitecto concederá la licencia por la obra proyectada, devolviendo al interesado uno de los ejemplares y colocando el otro en el archivo del Ayuntamiento; de las prevenciones que haga el arquitecto se enterará el maestro constructor de la obra para seguirla sin variación alguna; a menos que en el curso de aquella encuentre motivo fundado, que expondrá al arquitecto para que le permita ejecutar cualquier alteración, si no perjudica en nada el aspecto público”.

Los arquitectos provinciales fueron creados por R.D. de 1 de Diciembre de 1858 y su reglamento definitivo se aprobó el 14 de Marzo de 1860. Este decreto dispuso que en cada provincia hubiera un arquitecto designado por el propio Gobierno a propuesta de las Diputaciones Provinciales y subvencionado con los fondos municipales.

Estaban encargados de asesorar al Gobernador para la construcción en la provincia de los edificios del estado, y al Ayuntamiento en los asuntos de policía urbana. Además poseían atribuciones para trazar y ordenar los planes urbanísticos de la población.

La figura del arquitecto provincial supuso la ampliación de las atribuciones del académico titulado ya que ahora controlaba la actividad de la arquitectura en toda la provincia, solo relegaba al arquitecto municipal las construcciones particulares que no fueran monumentales. Esto provocó una serie de polémicas sostenidas con aquellas personas que no poseyendo título alguno realizaban proyectos arquitectónicos.

La instauración de la Academia supuso el declive de los gremios corporativos y, por tanto, de los maestros de obras. No obstante, la Real Orden de 26 de septiembre de 1845 los habilitaba para la construcción de edificios particulares, aunque los planos fueran trazados por miembros académicos, salvo en casos muy específicos. Sus atribuciones fueron determinadas con precisión posteriormente y se les autorizaba a proyectar, dirigir, medir, tasar y reparar las casas de propiedad particular. Algo que contradecía mandatos legales anteriores en los que la competencia de proyecto se reservaba en exclusiva a los arquitectos municipales. Los Maestros de Obras con facultades atribuidas eran solo aquellos que habían cursado estudios en las Escuelas de Barcelona, Sevilla, Cádiz, Valencia, Valladolid y Madrid, cuyas enseñanzas fueron suprimidas en 1869. Los que no habían realizado estos estudios, se les consideraba maestros de obras “libres” que, en realidad, eran albañiles cuyas competencias determinó otra reglamentación en 1864. Podían “ejecutar por si mismos los blanqueos, retejos, cogimiento de goteras, recomposición de pavimentos y en general todos aquellos trabajos de menor cuantía que no alteren en lo más mínimo la disposición de las fábricas y las armaduras”.

En la ejecución de las obras, el proceso se diferenciaba entre las construcciones públicas y privadas. En ambos casos, reflejaba el tipo de relaciones entre el cliente o el Ayuntamiento con el arquitecto o maestro de obras.

En las obras públicas, el proyecto era encomendado al arquitecto provincial. Cuando no existía o fue derogada la figura, se le encargaba al arquitecto municipal o al facultativo que desempeñaba esa función.

Los planos tenían que presentarlos a la Administración provincial para que ésta lo elevara a la aprobación de la Academia de San Fernando en Madrid, aunque con frecuencia se transgredía esa norma.

Para la adjudicación de las obras subsiguientes, la legislación española preveía entonces dos sistemas:

- A través de subasta pública, con el anuncio durante veinte días en el Boletín Oficial de la Provincia, en los periódicos de la localidad y en los lugares de costumbre. La obra se otorgaba al mejor postor y el contratista era el encargado de suministrar los materiales, la mano de obra, etc.

- Por administración directa, el Ayuntamiento, a propuesta de su arquitecto, designaba un perito que nombraba al aparejador, sobrestante, oficiales y peones, e incluso examinaba el material que el Ayuntamiento proporcionaba para la obras.

En las obras privadas era el cliente quien podía elegir entre el arquitecto del Ayuntamiento o algún maestro de obras autorizado para trazar el plano de la casa. Generalmente, el propietario exponía sus ideas y gustos que el facultativo acoplaba a sus diseños.

Una vez elaborado el proyecto, el cliente redactaba una petición al Ayuntamiento solicitando la autorización para iniciar los trabajos y la memoria descriptiva del plan. La corporación disponía de una “Comisión de ornato y policía pública”, integrada por ediles del propio cuerpo, personas de acreditado gusto artístico y por el arquitecto municipal, que generalmente autorizaba la construcción de la obra siempre que se ajustara a las disposiciones expresadas en las ordenanzas Municipales.

La obra la podía ejecutar otro maestro distinto al que hubiera realzado el proyecto; éste fijaba con el cliente las condiciones pertinentes, a veces bajo contrato ante notario. Esta actitud se equiparaba a la de un auténtico mecenas ya que pretendía reflejar en documentos para la posteridad, la pertenencia de una gran casa que expresaba con su fachada acompasada, su poderío social y económico.

Entre las condiciones fijadas, el contratista se obligaba entre otras cuestiones posibles: a concluir la obra en un plazo máximo; seguir fielmente el proyecto aprobado por el Ayuntamiento; proporcionar la mano de obras y el material necesario; y retirar los escombros del edificio antiguo, en el caso de tratarse de una reedificación.

También es preciso mencionar la labor desempeñada por los ingenieros militares: Durante ese siglo XIX su autónoma legislación les permitió trazar los edificios de carácter militar. Por último, no por ello menos importante, hay que valorar la labor efectuada por los maestros de obras sin título (aquellos denominados “libres” por la legislación oficial), maestros albañiles, mamposteros, carpinteros, peones, etc, que fueron realmente los autores de las obras asociadas al neoclasicismo, pero que la especialización jerárquica impuesta entonces relegó a un último plano en todo el proceso de ejecución de la arquitectura.

Descripción del orden corintio según lo ejecutado en el Panteón de Roma. James Stevens. Oxford Dictionary of Architecture

1 comment to El origen de las atribuciones del arquitecto

Deja una respuesta a Pedro Luis Gonzalez Cancelar

  

  

  

You can use these HTML tags

<a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>