Por Federico García Barba
El Pabellón Dorado tras la avalancha turística a la búsqueda de la imagen
El Kinkaku-ji -o Templo del Pabellón Dorado- es hoy una de las principales atracciones turísticas de la ciudad de Kioto en Japón. Cientos de miles de personas provenientes de todas partes del mundo visitan ese recinto paisajístico para contemplar el pequeño edificio recubierto de pan de oro cuyos reflejos se proyectan en la lámina de agua de un pequeño estanque enmarcado por unas colinas boscosas.
Al igual que otros muchos puntos de confluencia turística, el Pabellón de Oro es un exponente contrastable de las agresivas preferencias hacia las que está derivando actualmente la industria ligada al viaje. Y es que una de las razones principales que incentivan hoy la transferencia geográfica de grandes masas de población se relaciona con la contemplación de la belleza asociada a piezas artísticas y arquitectura histórica. En 2016, a causa de estas preferencias contemporáneas, viajaron por estos y otros motivos más de 1.200 millones de personas según la Organización Mundial del Turismo. Así, numerosos monumentos representativos de culturas desaparecidas se visitan masivamente a la búsqueda de experiencias únicas e inolvidables. En el caso concreto del Kinkaku-ji, la percepción estética que se destila de una confluencia específica entre arquitectura, jardinería y diseño del paisaje es un atractivo irresistible que motiva esa visita en millones de personas cada año. Este paisaje singular es uno de los recursos culturales más importantes de Kioto, una ciudad ya en sí colmada de belleza y restos de un pasado de esplendor irresistible.
Algunos lugares turísticos reconocidos, junto a los atractivos singulares que les dan soporte, presentan graves síntomas de saturación desde hace unos cuantos años. Ahí, en esas obras esenciales para la historia de la cultura universal, ya se están dando numerosas muestras que degradan la autenticidad del arte generado en el pasado, cuando no llevan implícitas síntomas de destrucción y deterioro acelerados de los elementos concretos que lo representan. El propio atractivo de los objetos y lugares se convierte así en una condena a la desaparición de las experiencias estéticas ligadas a lo original, sustituidas por un consumo conspicuo que las transforma en mercancías castigadas con la irrelevancia.
Curiosamente, ante este tipo de situaciones solo es posible tener una visión sesgada de las circunstancias que les dieron origen. En el caso del Pabellón Dorado, está ligada a la historia de un país y unas tradiciones culturales en las que primaba la contemplación de la belleza, el esmero cualitativo y la sutileza artesanal hasta haber originado unos espacios que todavía nos deslumbran hoy en su fulgor y exquisitez.